Era un día nevado de invierno en un
pequeño pueblo de montaña. A las afueras, había un precioso bosque
de pinos. En medio de aquellos altos y bellos árboles, había un
precioso y gigantesco abeto cubierto por una fina y blanca capa de
nieve. Aquel hermoso abeto se sentía desgraciado. Pensaba que no era
igual que sus compañeros. Por esa razón tenía siempre dibujada en
sus ramas una mala cara.
Pasó el tiempo. Un día llegaron unos grandes y fuertes hombres que se lo llevaron después de cavar y sacar cuidadosamente sus raíces. Después de un largo viaje, se encontró plantado en una gigantesca maceta en una tienda de Navidad donde vendía abetos navideños. El árbol triste, miró a su alrededor y contempló a todos los demás que, como él, habían sido desenterrados de su lugar. Sin embargo, todos estaban felices porque esperaban impacientes a una agradable familia que los adornara con preciosas guirnaldas y brillantes bolar rojas, amarillas y blancas. Sin olvidar la dorada estrella en lo más alto del árbol.
Nuestro abeto seguía triste, aunque no pudo reprimir una sonrisa pensando que eso también le podría suceder a él. Su alegría fue disminuyendo con el paso del tiempo, puesto que nadie lo quería ya que habían otros árboles más hermosos que él.
En la mañana de Nochebuena, el propietario cerró su local y tiró todo lo que le sobraba: ramas viejas y a nuestro, ahora más triste que nunca, amigo abeto.
Poco después un niño se acercó y se
quedó mirándolo. No era un niño como los demás que entraban en la
tienda. Vestía prendas viejas y rotas. Iba despeinado y sucio. El
pequeño dio media vuelta y se marchó corriendo. El árbol perdió
su última esperanza de ser árbol de Navidad. Por muy sucio que
estuviera, el abeto pensó que el niño sabía ver la belleza
interior de las personas y de los árboles. Cuando creía que se
había equivocado, el muchacho apareció con muchos más como él,
cogieron al abeto entre todos y se lo llevaron al colegio donde
vivían. ¡Eran huérfanos!. El abeto por fin se sintió feliz al
poder dar su alegría a todos los niños y nunca más volvió a estar
triste.
VICTORIA DANIELA SIROTICH
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