Era
una tarde fría de invierno. Todo estaba cubierto de hielo y nieve.
El frio recorría todos los senderos cercanos a mi casa. Mis padres
me mandaron por leña. Cogí una mochila y salí por la puerta.
Empezaba a anochecer. Decidí volver a casa. Moví la cabeza para
buscar el sendero por el que había venido, pero no lo encontré.
Empecé a andar.
De repente me encontré en
un claro. Me sorprendí. Justo en el centro había un gran árbol.
Sus hojas eran verdes y amarillas. Era muy raro, ya que nos
encontrábamos en pleno invierno. Pájaros y ardillas vivían entre
sus ramas. Sentí una tranquilidad absoluta cerca de él. La luna y
las estrellas empezaban a verse sobre el firmamento. Me desesperaba
por volver a casa. En aquel momento sentí como si el árbol me
hubiese leído el pensamiento. Una racha de viento hizo que una de
sus ramas se moviera, como si me quisiera indicar un lugar
determinado. Algo en mi interior me dijo que fuera por esa dirección.
Por fin hallé el sendero de vuelta a casa. Al día siguiente intenté
buscar aquel árbol que me había salvado la vida. Pero nunca lo
encontré.
Lola Hernández CañizaresSexto curso
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